martes, 19 de julio de 2011

De leyendas

Érase una vez un juglar que contaba historias al populacho desde algún rincón de la red. Un hombrecillo enjuto, aunque apuesto, que tuve la dicha de conocer. Sus relatos eran famosos allende los mares, y sin embargo, nunca nadie habló de él. Por eso hoy voy a contaros la leyenda del hombre de las leyendas.

Ocurrió un día cualquiera de junio. Por aquel entonces el hombre de las leyendas tenía a bien invitarnos a pasar el tiempo celebrando reuniones en la villa manchega que pertenecía a sus padres. No se me está permitido revelar ciertos aspectos de lo acontecido en dicha villa, sin embargo os describiré aquellos días lo mejor que pueda.
Eran tiempos de inmejorable humor,  al cual contribuían sin duda los platos del mejor cocinero del reino (quien, por supuesto, pertenecía a nuestro selecto círculo) y las vasijas de vino y cerveza que hacíamos traer de la ciudad. Nunca faltaban la música, ni los campeonatos que los caballeros hacían llamar "daos sin anchos". El agua que corría por aquella hermosa tierra nos libraba del tremendo calor, y nos permitía refrescarnos después de interminables baños de sol. Años después se empezaron a celebrar reuniones en un palacio francés, Versalles, a imitación de las nuestras, para que os hagáis una idea.

Como iba diciendo, aquel día de junio fuimos convidados a la villa con un motivo especial, el hermano de nuestro protagonista nos obsequiaba con su presencia después de haber participado en la conquista de unas islas al norte de nuestra hermosa Castilla. Todo transcurría con la habitual armonía y felicidad, cuando, de repente, un extraño ser vino a turbar nuestra paz. Recuerdo el momento en que lo vi y un escalofrío recorre mi espalda. Allí estaba, esa criatura mitológica de la que todos habíamos oído hablar, aunque ninguno hubiese porfiado que existiera. Era grande, peluda, negra como la nada, ruidosa y atemorizante, mucho.

- ¡Oh Dios mío! ¡Es un abejonejo!- dejé escapar en un grito ahogado.





Para entonces el pánico se había apoderado de todos los asistentes. Nos dimos cuenta de repente que nuestra vida despreocupada nos había hecho olvidar que ahí fuera hay peligros acechando. Ya no estaban fuera, sino entre nosotros. ¿Sería capaz aquel bicho asqueroso de acabar con nuestra ociosa existencia? ¿Habríamos de volver a ciudad y cerrar puertas y ventanas para evitar su amenaza a partir de entonces? Demasiadas preguntas allanaban nuestras mentes, pero todos intuíamos la respuesta: algunos moriríamos allí, y los que consiguieran huir nunca volverían a ser los mismos.

Fue entonces cuando ocurrió algo que ninguno de los presentes hubiésemos siquiera acertado a imaginar: 
El hombre de las leyendas se irguió y profirió un gesto de calma. Acto seguido se quitó una de las babuchas que calzaba, recién traídas por él mismo del lejano reino de Marruecos, y la blandió con espectacular precisión sobre la cabeza del animal. La criatura tembló, desestabilizando su amenazante vuelo, y nuestro amigo aprovechó para propinarle otro golpe certero que lo derribó, dejándolo inconsciente. Acabó con su existencia vertiendo sobre él ingentes cantidades de agua de deshielo, tal y como se especifica en los libros de criaturas extrañas. Luego nos miró con una mezcla de desdén e incomprensión y ordenó que siguiera la celebración, acabando para siempre con nuestras pesadillas.

Y así, amigos, fue cómo el hombre de las leyendas dejó de serlo y pasó a la posteridad como "El Exterminador". 

:)

miércoles, 16 de febrero de 2011

De Quijotes y Sanchos que van en avión

- Estoy pensando en irme.
- ¡¡¿Que quéeeeeee?!! ¿Cuándo? ¿A dónde? ¿Qué bien, no?
- Sí, bueno, a Londres, aunque prefiero Dublín, no sé, ya veremos...
- Me alegro un montón! Ojalá pudiera yo...
- Bueno, que ya veremos, fui a una entrevista hace poco, a ver si sale algo, ya os contaré cuando sepa...
- No seas tonto, anímate que si no lo haces ahora, no lo harás nunca.
- De momento estoy en contacto con una empresa que lleva estas cosas, te buscan entrevistas de trabajo y tal. La verdad es que lo tienen muy bien montado, pero ya veremos...

Ésta es más o menos la conversación que tienes con una amigo que lo ve, pero no lo ve.

- Me quiero ir. Estoy pensando en Londres.
- ¿Londres? Ese es mi chico. ¿A hacer qué?
- No sé, lo que me den, pero me voy. Total, aquí se me acaba el contrato. Además que...(mini aplausos y expresión de entusiasmo).
- ¡Me alegro tanto por ti! Sé que lo vas a disfrutar muchísimo. No sabes la envidia que me das. Por favor, aprende mucho y tráetelo de vuelta para contármelo. Quiero saberlo todo, lo que veas, lo que hagas, to-do.
- Claro que sí gorda, te voy contando y cosas. ¡Va a ser cojonuti!

Ésto es lo que te dice un amigo que se muere de ganas por coger ese avión.

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Ha pasado más o menos un mes. Los dos se plantan en casa un fin de semana cualquiera y piden asilo aeroportuario (que viene a ser un hueco en el sofá el día antes de un vuelo). Dos mochilas y dos maletas. Son  muchos más los que quieren un hueco en el sofá esa noche, eso y exprimir los minutos a la manera más castiza: haciendo un buen botellón.  Esa noche todo son copas, música, chistes y risas. Nada que les haga sentir especiales, y a ella tampoco.

- Vamos a tomar una copa en otro sitio, ¿venís?
- No, no, que amanecemos en menos de 4 horas. Ale, un besico. Pasadlo bien. No hagáis nada que yo no haría.

De un besico nada. Dos abrazos fuertes, con ganas, como para que se les queden pegados. Dos pares de besos de esos que suenan, con apretón de mejillas incluido. Mucha suerte. Escribid en cuanto lleguéis, Don Quijote de Inglaterra va a tener más visitas que el perfil de Pilar Rubio en Facebok. Pasadlo genial. Vamos a veros en cuanto podamos. Y ya.

No hay hueco para las lágrimas. En realidad no es para tanto, y lo modernos que somos y lo acostumbrados que estamos a estas cosas y bendito Skype, y bendito Facebook, y así tenemos excusa para viajar.
Pero aquí sin vosotros nos va a faltar algo.

Hoy hace tres meses y tres días de aquello y, aunque en España (afortunadamente) sigue saliendo el sol, y aunque nadie (afortunadamente) se ha muerto de melancolía, aquí nada es igual.
No se escuchan igual las canciones de Calamaro, ni las de Sidonie. No se mira igual a los modernillos de ojazos azules. No se mira igual al cielo cuando se encapota. No son iguales los ratitos en la urba, ni los cafés en el Deicy. Ni siquiera se compran las mismas botellas de Negrita, ni de ginebra. 
Y ella, cada vez que se lleva un abrazo, se lo lleva por tres.

Este post es por y para vosotros dos. Pero también por todos los que han osado a privarnos de su compañía unos meses en tantas otras ocasiones. Brindo por que lo sigan haciendo.  

viernes, 4 de febrero de 2011

De...desde Turquía con hedor

Hay un restaurante de kebabs (shawarmas, falafels o como sea que se diga) debajo de mi casa. Mundo Kebab se llama. Es como el de la foto pero mucho más grande, con dos pisos, y tiene pinta de ser la oficina central de todos los kebabs del mundo, como su propio nombre indica.

Antes, cuando vivíamos en la siguiente manzana, molaba. Es cómodo tener acceso a comida rápida, barata y grasienta a 50 metros de tu portal. Nunca he sido muy fan de este tipo de manjares, (quiero decir de los kebabs, porque en el resto de fast food bien podría tener un máster), pero alguno caía de vez en cuando.

Recuerdo con nostalgia los días en que Mateo venía de visita y pasaba siempre a comprar un enorme rulo de esos  incluso antes de subir a casa, o cuando mi hermano se los zampaba de tapa antes de una comida familiar, y a Maite, que se dejaba un trocito para el día siguiente (misión imposible engullir uno entero). Eran días de ignorancia y de disfrute. Las ventanas de casa daban a un patio maravilloso lleno de flores y árboles verdes. No podíamos imaginar lo que vendría después.

Lo que vino después fue una mudanza. Nuestro precioso pisito de la casa de las flores se quedó pequeño para seis, es lo que tiene. Así fue como llegamos a Gaztambide 20, rebautizado después con el nombre de GHaztambide por lo que de comuna tiene. Un piso, enorme, recién reformado, con habitaciones como plazas de toros, decorado con nuestras propias manos (nótese el amor que conlleva eso) y luz, muchísima luz. Ah, y el Mundo Kebab debajo, justo debajo, tan debajo que su salida de humos da al patio interior (al que también dan dos habitaciones y la cocina). 

El resultado es un adorable hogar, del que ya os hablaré otro día, con una sola pega: ese horrible olor. Al principio da un poco igual, cierras la ventana y piensas que te acostumbrarás, pero un día te levantas con el pie izquierdo y te das cuenta de que no aguantas más. Ese día estás estudiando, la puerta de la cocina se ha quedado abierta y empieza a llegar ese tufillo asqueroso que te obliga a abrir la ventana y congelarte los dedillos de los pies por no vomitar. A la hora de comer vas a la cocina con la única idea de qué inventarte para no morir de hambre y nada más entrar...zas! ya has comido gracias a ese maldito hedor, denso como él solo, especiado y una vez más, vomitivo. Lo que no acabo de entender es cómo hay vecinos que tienen el valor de seguir tendiendo ahí su ropa.

Me voy ahora mismo a hablar con el presidente.

Sonrisas. Hasta otra!

domingo, 30 de enero de 2011

Del café, el ibuprofeno, y otras drogas de uso común

Es domingo, estoy de exámenes y no quiero estudiar. Y lo peor de todo: ayer salí. Fue un gesto irresponsable, reprochable y casi adolescente, pero cuando estoy maníaca perdida es lo que hay.
Qué tiene todo esto que ver con las pastillas y el café es fácil de explicar.


Dos y media de la tarde (buena hora), abres el ojo y lo primero que piensas es en qué medida la liaste ayer, haces una evaluación mental rápida no del todo satisfactoria, y acto seguido aparece ese dolor de cabeza mortal que amenaza con acabar contigo. Menos mal que en la mesita de noche tienes una caja repleta de ibuprofenos. Coges dos y para adentro, sin contemplaciones, sin pensar en tu hígado ni tu estómago, sin molestarte ni siquiera en coger un vaso de agua. Los necesitas y lo sabes.

Media hora después de este pequeño gesto la vida se ve de otro color, te sientes considerablemente mejor, y aunque te fallen las piernas por culpa de esos zapatos que estrenaste ayer, te crees capaz de casi cualquier cosa. Casi. Porque estudiar tu examen de mañana no está entre ellas, por supuesto.

Te pasas el día pensando "venga, en media hora me pongo" y cuando te quieres dar cuenta has dejado pasar tantas medias horas que ya no te quedan más. Ése es el momento de poner la cafetera. Es necesario. Si quieres absorber lo que te queda de temario tu mejor aliado son dos litros de café, y lo sabes.

Cómo acaba toda esta historia es difícil de predecir ahora mismo, pero calculo que las probabilidades de un final feliz son inversamente proporcionales al tiempo que pase delante del ordenador, así que me despido ya.

Sonrisas. Hasta otra!

martes, 25 de enero de 2011

De gente que se lee y libros que se aman

Me gusta leer. Mucho. Tanto que cambiaría casi cualquier cosa por un buen libro.
También me gusta amar. Mucho. Tanto como leer.
(Con estos antecedentes, la analogía debería venir sola, pero no lo habría hecho si mis musas no me la hubieran soplado, gracias!).

Definitivamente, me gusta comprar libros, incluso más que zapatos. Entrar en una librería mola, es casi tan atractivo como los estantes de rotuladores multicolor de las papelerías.

Hay carteles enormes anunciando best-sellers, los que todo el mundo quiere, de los que se habla en cafeterías, gimnasios y peluquerías. Normalmente dejan mucho que desear y no les dedicas más de un vistazo crítico.
Luego están las novedades: ahí te paras, saltas porque descubres que uno de tus autores favoritos ha publicado otro título, te lo llevas con ganas y te sorprendes en la última página pensando "yo esto no lo recordaba así". Eso te pasa por comparar.

En más de una ocasión te acercas a la estantería en la que descansan los clásicos, los que nunca pasan de moda, los que siempre vuelven, los que no pueden faltar. Un clásico es un clásico, no es lo mejor que has leído, pero tiene ese algo.

Otras que llaman mucho la atención, por estar tan bien colocaditas son las enciclopedias. Ofrecen tanto que no puedes evitar darle un sablazo a tu cuenta corriente. Al principio las hojeas y te empapas de un saber propio de una partida de trivial mientras te felicitas por haber hecho una elección tan acertada. La cosa cambia cuando te das cuenta de que, en realidad, sigues buscando todo en google.

Mención aparte se han ganado los libros de bolsillo, que se adaptan a tu vida cual salvaslip, van contigo a absolutamente todos sitios y te hacen pasar grandes momentos, pero te los ventilas en tres días; y las oportunidades, las que compras en un acto cuasi-compulsivo, aunque a veces sea mejor ni leerlas.

También están las sagas, en las que la primera entrega te engancha, la segunda es suficiente como para darle una oportunidad a la tercera, y esta última termina por desencantarte tanto que ya no te acuerdas de por qué estúpida razón las compraste.

Hay libros que te hacen reflexionar, plantearte toda clase de cuestiones. Hablan de sensaciones, de gente, de lugares, de cosas que se pueden tocar y de otras que no. Son páginas y páginas que remueven tus entrañas y tu cabeza, que le dan la vuelta a tus esquemas y consiguen sacar lo mejor y peor de ti. Estos son mis favoritos, aunque no los recomiendo en dosis excesivas, hay veces que es mejor ir a un psicoanalista.

Hay muchas más cosas. Hay novelas apasionantes, emocionantes, cargadas de misterio y aventuras. Hay libros de poesía, de música, pintura, historia y ciencias. Hay incluso algunos que te permiten escoger el final. Con todo eso bien puedes pasarte la tarde en la librería.

Pero lo mejor de ir a comprar libros es volver a casa. Porque en casa está tu libro de cabecera, tu favorito, ése que tienes en todas las ediciones imaginables, el que has leído tantas veces que podrías reproducir todos los diálogos de memoria. Tiene las páginas amarillentas y manchadas de café, ya no huele a nuevo (mmmm, ese olor a libro nuevo) y sabes cómo acaba, pero cada vez que lo abres te hace sentir completamente bien.

Yo, de mayor, quiero ser el libro de cabecera de alguien, ¿y vosotros?

Besitos. Hasta la próxima.

lunes, 29 de noviembre de 2010

De las inclemencias del tiempo

Hoy no ha salido el sol, es más, está nevando, es más, no he podido tomarme un café en casa (otro día hablaremos del café). Esto a mí me gusta tanto como despertarme con el sonido de la taladradora de las obras de abajo.



Hay gente que ve llover y sonríe mientras repite frases del tipo: "es bueno que llueva", "esto va muy bien para el campo". Les admiro, de verdad.

Tal cual yo lo veo, que llueva es un hecho, si bien necesario, incómodo donde los haya, tanto más si va acompañado de este frío polar (en verano todo se ve de otra manera).
No puedo evitar disgustarme al ver cómo casi todos mis objetos de uso cotidiano se cubren de esas odiosas gotitas. Me molesta tener que caminar mirando al suelo por temor a pisar un charco o alguna de esas trampas mortales camufladas en forma de baldosa suelta (¡malditas!). Esto por no hablar del encrespamiento capilar o de los simpáticos salpiconazos que nos regalan los coches en los pasos de cebra, o de los paraguas que se dan la vuelta, o de...me da repelús hasta pensarlo.

Normalmente, es decir, estos últimos años, la pauta que he seguido los días de lluvia consta de tres sencillos pasos, a saber: agarrar la manta más calentita que encuentre, envolverme en ella tirada en el sofá (preferentemente con un buen libro entre las manos) y esperar a que pare. Este último punto es muy importante, hay que cuidarse de no realizar ninguna clase de movimiento hasta que la lluvia haya cesado por completo, no queremos malgastar energía.
Esta táctica resulta efectiva en ocasiones, véase: cuando llueve un día y tienes una profesión tan agradecida y poco exigente (en lo que a horarios se refiere) como la de estudiante. Sin embargo, hay que tener en cuenta que en nuestra querida España el invierno pasado llovió todos y cada uno de los días, o por lo menos así lo recuerdo, de manera que se hace necesaria una revisión de dicho procedimiento.

Pues bien, debido al pesado argumento encima de estas líneas expuesto y a una invasión de optimismo sin precedentes ni explicación, declaro inaugurada mi etapa de "ser feliz también cuando llueva". Porque quizá sea bueno para el campo, porque en el fondo mola mojarse la cara y porque tengo unas botas de agua, (que aunque horribles y compradas in extremis en un cutre-outlet de la gran manzana, cumplen su cometido estupendamente), esta vez pienso salir a la calle.
Seguro que hay cosas ahí fuera que merece la pena ver.

Muchas sonrisas. Hasta la próxima.


domingo, 28 de noviembre de 2010

De presentaciones

"De tantas cosas..." es un blog creado, como su propio nombre indica, para vomitar (guiño, guiño) algunos hilos de mi pensamiento. La idea es poder compartir ideas que probablemente no interesen mucho, aquellas que por razón de espacio pidan salir de mi cerebro, otras que vengan directamente del inconsciente y se me escapen sin querer.
¿Lo que espero de todo esto? En principio nada, sólo ir tirando miguitas por el camino, por si alguien quiere recogerlas, por si al final acabo disfrutando de ello y por si os puedo arrancar un par de sonrisas o tres.

Nada más que decir, por ahora...