domingo, 30 de enero de 2011

Del café, el ibuprofeno, y otras drogas de uso común

Es domingo, estoy de exámenes y no quiero estudiar. Y lo peor de todo: ayer salí. Fue un gesto irresponsable, reprochable y casi adolescente, pero cuando estoy maníaca perdida es lo que hay.
Qué tiene todo esto que ver con las pastillas y el café es fácil de explicar.


Dos y media de la tarde (buena hora), abres el ojo y lo primero que piensas es en qué medida la liaste ayer, haces una evaluación mental rápida no del todo satisfactoria, y acto seguido aparece ese dolor de cabeza mortal que amenaza con acabar contigo. Menos mal que en la mesita de noche tienes una caja repleta de ibuprofenos. Coges dos y para adentro, sin contemplaciones, sin pensar en tu hígado ni tu estómago, sin molestarte ni siquiera en coger un vaso de agua. Los necesitas y lo sabes.

Media hora después de este pequeño gesto la vida se ve de otro color, te sientes considerablemente mejor, y aunque te fallen las piernas por culpa de esos zapatos que estrenaste ayer, te crees capaz de casi cualquier cosa. Casi. Porque estudiar tu examen de mañana no está entre ellas, por supuesto.

Te pasas el día pensando "venga, en media hora me pongo" y cuando te quieres dar cuenta has dejado pasar tantas medias horas que ya no te quedan más. Ése es el momento de poner la cafetera. Es necesario. Si quieres absorber lo que te queda de temario tu mejor aliado son dos litros de café, y lo sabes.

Cómo acaba toda esta historia es difícil de predecir ahora mismo, pero calculo que las probabilidades de un final feliz son inversamente proporcionales al tiempo que pase delante del ordenador, así que me despido ya.

Sonrisas. Hasta otra!

martes, 25 de enero de 2011

De gente que se lee y libros que se aman

Me gusta leer. Mucho. Tanto que cambiaría casi cualquier cosa por un buen libro.
También me gusta amar. Mucho. Tanto como leer.
(Con estos antecedentes, la analogía debería venir sola, pero no lo habría hecho si mis musas no me la hubieran soplado, gracias!).

Definitivamente, me gusta comprar libros, incluso más que zapatos. Entrar en una librería mola, es casi tan atractivo como los estantes de rotuladores multicolor de las papelerías.

Hay carteles enormes anunciando best-sellers, los que todo el mundo quiere, de los que se habla en cafeterías, gimnasios y peluquerías. Normalmente dejan mucho que desear y no les dedicas más de un vistazo crítico.
Luego están las novedades: ahí te paras, saltas porque descubres que uno de tus autores favoritos ha publicado otro título, te lo llevas con ganas y te sorprendes en la última página pensando "yo esto no lo recordaba así". Eso te pasa por comparar.

En más de una ocasión te acercas a la estantería en la que descansan los clásicos, los que nunca pasan de moda, los que siempre vuelven, los que no pueden faltar. Un clásico es un clásico, no es lo mejor que has leído, pero tiene ese algo.

Otras que llaman mucho la atención, por estar tan bien colocaditas son las enciclopedias. Ofrecen tanto que no puedes evitar darle un sablazo a tu cuenta corriente. Al principio las hojeas y te empapas de un saber propio de una partida de trivial mientras te felicitas por haber hecho una elección tan acertada. La cosa cambia cuando te das cuenta de que, en realidad, sigues buscando todo en google.

Mención aparte se han ganado los libros de bolsillo, que se adaptan a tu vida cual salvaslip, van contigo a absolutamente todos sitios y te hacen pasar grandes momentos, pero te los ventilas en tres días; y las oportunidades, las que compras en un acto cuasi-compulsivo, aunque a veces sea mejor ni leerlas.

También están las sagas, en las que la primera entrega te engancha, la segunda es suficiente como para darle una oportunidad a la tercera, y esta última termina por desencantarte tanto que ya no te acuerdas de por qué estúpida razón las compraste.

Hay libros que te hacen reflexionar, plantearte toda clase de cuestiones. Hablan de sensaciones, de gente, de lugares, de cosas que se pueden tocar y de otras que no. Son páginas y páginas que remueven tus entrañas y tu cabeza, que le dan la vuelta a tus esquemas y consiguen sacar lo mejor y peor de ti. Estos son mis favoritos, aunque no los recomiendo en dosis excesivas, hay veces que es mejor ir a un psicoanalista.

Hay muchas más cosas. Hay novelas apasionantes, emocionantes, cargadas de misterio y aventuras. Hay libros de poesía, de música, pintura, historia y ciencias. Hay incluso algunos que te permiten escoger el final. Con todo eso bien puedes pasarte la tarde en la librería.

Pero lo mejor de ir a comprar libros es volver a casa. Porque en casa está tu libro de cabecera, tu favorito, ése que tienes en todas las ediciones imaginables, el que has leído tantas veces que podrías reproducir todos los diálogos de memoria. Tiene las páginas amarillentas y manchadas de café, ya no huele a nuevo (mmmm, ese olor a libro nuevo) y sabes cómo acaba, pero cada vez que lo abres te hace sentir completamente bien.

Yo, de mayor, quiero ser el libro de cabecera de alguien, ¿y vosotros?

Besitos. Hasta la próxima.